LA FLOR DEL MBURUKUJA
Ya sabéis cuánto me gustan las historias que mezclan amor y
tragedia, y la que hoy os traigo tiene mucho de ambas cosas.
Hoy os dejaré una vieja leyenda indígena, una de esas que
explican el porqué de las cosas, en este caso nos encontramos ante el
nacimiento de la fruta de la pasión, bueno más bien de la flor previa.
Espero que os guste.
Mburukujá no era su nombre cristiano, sino el tierno apodo que
le había dado un aborigen guaraní a quien ella amaba en secreto y con el que se
encontraba a escondidas, ya que su padre jamás habría aprobado tal relación. En
realidad, su padre ya había decidido que ella desposara a un capitán a quién el
creía digno de obtener la mano de su única hija.
Cuando le revelaron los planes de matrimonio, la joven suplicó
que no la condenaran a consumirse junto a un hombre que ella no amaba, pero sus
ruegos solamente lograron encender la cólera de su padre. La doncella lloró
desconsolada, tratando de conmover el inflexible corazón de su padre, pero el viejo
capitán no sólo confirmó su decisión sino que además le informó que debería
permanecer confinada en la casa hasta que se celebrara boda.
Mburukujá debió contentarse con ver a su amado desde la ventana
de su habitación, ya que no estaba autorizada a salir a los jardines por la
noche y difícilmente lograba burlar la vigilancia paterna. Sin embargo, envió a
una criada de su confianza para que lo informara sobre su triste futuro.
El joven guaraní no se resignó a perder a su amada, y todas las
noches se acercaba a la casa intentando verla. Durante horas vigilaba el lugar,
y sólo cuando se percataba de que los primeros rayos del sol podían delatar su
posición se retiraba con su corazón triste, aunque no sin antes tocar una
melancólica melodía en su flauta.
Mburukujá no podía verlo, pero esos sonidos llegaban hasta sus
oídos y la llenaban de alegría, ya que confirmaban que el amor entre ambos
seguía tan vivo como siempre. Pero una mañana ya no fue arrullada por los
agudos sones de la flauta. En vano esperó noche tras noche la vuelta de su
amado. Imaginó que el joven guaraní podría estar herido en la selva, o que tal
vez había sido víctima de alguna fiera, pero no se resignaba a creer que
hubiese olvidado su amor por ella.
La dulce niña se sumió en la tristeza. Su piel, otrora blanca y
brillante como las primeras nieves, se volvió gris y opaca, y sus ojos ya no
destellaron con hermosos brillos violáceos. Sus rojos labios, que antes solían
sonreír, se cerraron en una triste mueca para que nadie pudiera enterarse de su
pena de amor. Sin embargo, permaneció sentada frente a su ventana, soñando con
ver aparecer algún día a su amante. Luego de varios días vio entre los
matorrales cercanos la figura de una vieja india. Era la madre de su enamorado,
quien acercándose a la ventana le contó que el joven había sido asesinado por
el capitán, quien había descubierto el oculto romance de su hija. Mburukujá
pareció recobrar sus fuerzas, y escapándose por la ventana siguió a la anciana
hasta el lugar donde reposaba el cuerpo de su amado. Enloquecida por el dolor
cavó una fosa con sus propias manos, y luego de depositar en ella el cuerpo de
su amado confesó a la anciana madre que terminaría con su propia vida ya que
había perdido lo único que la ataba a este mundo. Tomó una de las flechas de su
amado, y luego de pedirle a la mujer que una vez que todo estuviera consumado
cubriera sus tumbas y los dejara descansar eternamente juntos, la clavó en
medio de su pecho. Mburukujá se desplomó junto al cuerpo de aquel que en vida
había amado.
La anciana observó sorprendida como las plumas adheridas a la
flecha comenzaban a transformarse en una extraña flor que brotaba del corazón
de Mburukujá, pero cumplió con su promesa y cubrió la tumba de los jóvenes amantes.
No pasó mucho tiempo antes de que los indios que recorrían la zona comenzaran a
hablar de una extraña planta que nunca antes habían visto, y cuyas flores se
cierran por la noche y se abren con los primeros rayos del sol, como si el
nuevo día le diera vida.
Nota: Los jesuitas, identificaron la flor del Mburucuyá con los
atributos de la pasión cristiana: la corona de espinas, los tres clavos, las
cinco llagas y las cuerdas con que ataron al Jesús en el Calvario. Y en los
rojos e irregulares frutos, los religiosos creyeron ver las gotas coaguladas de
la sangre de Cristo. Esta flor tan singular, se cierra como si se marchitara al
ponerse el sol, y se abre cobrando su brillo natural cuando amanece.
C. Rodríguez
16/08/2019
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