Los milagros existen, sólo has de creer en que es posible.
Estaba
tumbado en aquella cama, la misma a la que llevaba pegado los últimos cuatro
años.
Era
una mañana de diciembre, aunque a decir verdad no lo parecía. El sol lucía en el
exterior ya desde hacía unos días, haciendo que pareciese que fuese mayo.
Ya hacía
semanas que podía ver a través de la ventana el alumbrado navideño, y servir en
los pasillos el famoso espíritu navideño, ese que tenía claro ya no existía.
Todo era apariencia de felicidad y buenos deseos, pero la realidad era otra muy
distinta. Pero esos días parecía que todos debiésemos sonreír, era como una
especie de absurda obligación.
Obligación
si era la mia, allí tumbado, sin otra cosa que poder hacer que ver pasar las
horas, horas en las que quisiera estar sobre mi bicicleta, pedaleando
mientras los kilómetros se iban sumando en el contador y el paisaje pasaba
rápidamente a mi alrededor, y la brisa resbalaba por mi cara.
Aunque
aquella situación venía causada por esa pasión mía por las dos ruedas.
Me
lo habían advertido muchas veces, pero mi adicción a la adrenalina me había
llevado a ir cada vez más rápido, ajustar más en las curvas, volar sobre el
asfalto como si de una competición se tratase, nunca podría haber sido como aquellos
con quienes coincidía cada domingo y que tan sólo salían a pasear sin otro
objetivo que pasar el rato.
Día
tras día volvían a mi mente las imágenes de aquel momento, un instante que no
duró más que unos pocos segundos, pero que se le habían echo eternos.
Bajaba,
como cada domingo, por aquella sinuosa carretera de montaña. Y como cada
domingo, también iba todo lo deprisa que podía ir, aumentando la velocidad de
descenso pedaleando como un auténtico poseso.
Fue
entonces cuando, tras la curva más cerrada de aquella tremenda bajada, apareció
ante mis incrédulos ojos aquel deportivo negro.
No
hubo tiempo para la reacción, tras el impacto me encontré volando, pero en esta
ocasión literalmente. El impacto contra el asfalto había sido brutal. Los
minutos siguientes estaban borrosos en mi recuerdo, aunque una idea si que rondaba por mi cabeza
en aquellos momentos, pensaba que aquello era el final, que ya no podía volver
a ver ni abrazar a mi pequeña.
No
sentía dolor, ni calor, ni frío, eso era lo que me preguntaba, esa ausencia de
sensaciones, el no sentir como mi sudor se enfriaba al contacto con el asfalto
y por mi total inmovilidad.
Recordaba
haber escuchado la sirena de la ambulancia a lo lejos, acercándose, pero no
recordaba su llegada. En mi memoria no había nada hasta el momento de despertar
en una fría habitación desangelada.
Allí
descubrí el aterrador y oscuro futuro que me esperaba, los médicos no eran muy optimistas
sobre mi recuperación y trataban de hacerme comprender que aún después de
algunas intervenciones quirúrgicas, mis posibilidades de recuperar la movilidad
eran escasas.
Siempre
sucede lo mismo, algún imbécil había decidido coger el coche después de una
noche de copas, y ahora era yo quien pagaría las consecuencias.
Según
el informe presentado por la Dirección General de Tráfico en aquel mismo año, 2014,
el alcohol estaba presente de una u otra manera en casi el 50 % de los
accidentes mortales.
Personalmente
me había resistido a creer que el resto de mi vida sería ese, pasar hasta el
último segundo tirado en una cama.
Pero,
como una de mis enfermeras decía, “los milagros existen, sólo has de creer en
que es posible”, y yo me lo había tomado al pie de la letra.
Después
de dos difíciles operaciones, había comenzado a sentir algunos ligeros hormigueos
en mis piernas, y algún que otro calambre en mis brazos. Esto me animaba a afrontar
las dolorosas sesiones de rehabilitación pautadas por los especialistas, pero para mi no eran suficientes.
Era
el ansiado momento de poder abrazar a mi pequeña lo que más efecto había hecho
en mi, y eso me llevó a realizar aquellos ejercicios por mi cuenta, varias
veces al día en mi solitaria habitación, con los ojos inundados de lágrimas,
mezcla del dolor que sentía con cada pequeño movimiento de mis brazos y la
alegría de cada milímetro que sumaba a aquel movimiento.
Hoy,
sigo sujeto a unas ruedas, muy parecidas a las de mi bicicleta, pero ya puedo
abrazar a mi hija y a mi esposa, puedo impulsar esta silla para desplazarme, y
sigo teniendo ese sueño, ese objetivo de
volver a caminar, porque los milagros si
existen y yo creo en que es posible.
C.
Rodríguez
2/06/2019
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